Que los culpables paguen

Levantas el auricular del teléfono de la cocina con mucha suavidad, para que Bernardo no te escuche al otro lado de la línea. Contienes la respiración.

—Un puto desmadre, macho, no mames.

— ¿Le vas a decir a tu jefa?

— Ni de pedo, cabrón.

Ahora definitivamente espiar se justifica. Ya te parecía raro que Bernardo no hubiera salido de su cuarto en todo el día. Tapas la bocina del auricular y aguzas el oído. Su voz rasposa se parece cada vez más a la de tu exmarido.

Ser mamá y papá a la vez no es cosa fácil. Te ha ido mal con los hombres, y ahora crías a tres. “Ojalá que no sean como sus padres”, te repites. Tu segundo matrimonio iba bien, bastante distinto del anterior y el imbécil tuvo que enredarse con esa lagartona. No sabes si debiste hacerte de la vista gorda. Ahora estás sola, sola pero con ellos, ingeniándotelas para que el dinero alcance y tus hijos no se salgan del huacal. Nadie se conmueve. Nadie te agradece.

—¿Y qué vamos a hacer? —pregunta ese Morlet, y enseguida imaginas su cara de mala influencia.

—No mames, cabrón, no mames —el tono cada vez más agudo denota que está al borde del llanto. Cuelgas. La adrenalina recorre tu cuerpo mientras tú recorres el pasillo. Estás decidida a saber de qué se trata. Tal vez te hayan escuchado azotar el auricular, pero ahora mismo te vale madres. Vas a irrumpir en la habitación de tu hijo, para encararlo. Tendrá que decirte en qué líos está metido. La puerta se resiste, está cerrada con llave; tu brazo derecho amortigua el peso de tu cuerpo. Azotas con fuerza la palma de la mano en la madera.

—¡Ábreme, Bernardo! —gritas iracunda—. ¡Ábreme, re-cabrón!

Silencio.

Algo se mueve en el interior del cuarto. Te quedas esperando como lagartija pegada a la puerta. Bernardo abre con el Panasonic inalámbrico en la mano, la camiseta de Bon Jovi sucia, el pelo enmarañado y las lagañas secas. Sientes ganas de abofetearlo.

—Ahorita mismo me vas a decir en qué lío están metidos.

—No pasa nada, mamá —dice aturdido; la voz pastosa te hace pensar que todavía está borracho.

—¿Qué hiciste? ¿Chocaron?

Niega con la cabeza.

—¡Atropellaste a alguien!

—No.

—¿Embarazaste a alguna niña? ¡Me puedo morir en este instante!

—¡No, mamá!

—Entonces, ¡¿qué?!

Bernardo retrocede mientras tú avanzas, hasta que cae sentado en la cama. Permaneces de pie frente a él, esperando que confiese el por qué de tanto secreto. El cuarto huele a vómito y el olor te aturde, pero no fuiste a hablar de eso.

—Ayer fuimos a la casa de Morlet en la playa. El Primo, Mendoza, él y yo.

—Ajá.

—No fuimos solos.

—¿Cómo? —Pasamos por unas gringas…—Tragas saliva.

—¿Qué más? —le exiges continuar, abanicando el aire, sofocada.

—Cuando llegamos a casa de Morlet estuvimos un rato escuchando música y platicando. Después de la puesta de sol, él y la gringa que le gustaba, pues… se metieron al cuarto de sus papás.

—Dios bendito —te cubres la boca con ambas manos.

—Ella se le estaba embarrando, mamá, ya sabes cómo son.

Asientes mientras tratas de evitar la imagen mental de los chicos en pleno toqueteo.

—Los demás nos quedamos afuera, con las otras dos. —continúa Bernardo— de repente, así de la nada, decidieron encerrarse juntas en otro de los cuartos.

—¿Cómo que encerrarse? ¿Por qué?

—No sabemos.

Bernardo inclina aún más la cabeza y tira de su copete con ambas manos. Nunca lo habías visto tan aturdido.

Mientras escuchas el relato de tu hijo notas que las palmas te sudan. Las axilas también. Sientes una curiosidad morbosa. Quieres detalles…

—Como después de mucho tiempo no salían —sigue—, empezamos a golpear más fuerte. Ellas solo gritaban “go away, go away” y se reían, o tal vez lloraban, no sé bien. Bernardo desvía la mirada, avergonzado, quizá.

Crees saber lo que realmente pasó. “Esas niñas, que no conocen los límites, aceptaron ir con los muchachos a la playa”, piensas. Al mismo tiempo, tú como mujer, sabes bien que la única cosa que pudo haber orillado a esas jovencitas a encerrarse a piedra y lodo es el miedo. Intuyes que las cosas se pusieron “heavys” y que seguramente Bernardo, Primo y Mendoza deseaban, con sus 17 años de hormonas burbujeantes y envalentonadas por el alcohol, correr con la misma suerte que Morlet. Haces conjeturas: probablemente todo comenzó con baile, contoneos en minifalda o pareo, el cachondeo de una música que te suena a lambada. Casi puedes verlos mientras rodean a las chicas rubias que bailan provocativamente. Imaginas los roces que ellas aceptan divertidas. Las ves primero consintiendo a los jugueteos, que van subiendo de tono. De pronto, se notan acorraladas y ya no quieren más. Intercambian miradas, puedes incluso sentir su temor.

Retrocedes sin quitar los ojos de la cara de tu hijo, quien no puede sostenerte la mirada. Te dejas caer en la silla del escritorio, frente a la cama.

—Después de un rato —prosigue Bernardo—, a Primo se le ocurrió, ¿cómo te explico?

—¡Por todos los santos, Bernardo! —exclamas impaciente.

—¡Espera, mamá! —chilla. Se serena un poco antes de continuar—. A Primo se le ocurrió meter periódico bajo la puerta.

—¿Periódico?

—Mojado con gasolina. Y luego, con un cerillo… lo prendió.

Lo miras atónita, boquiabierta. No puedes creer que tu hijo, quien apenas ayer aprendió a andar en bicicleta, y a quien todavía llamas ocasionalmente “osito de peluche” está frente a ti, declarándose cómplice de un pirómano, de un violador en potencia. Ese no es él, te repites “Bernardo no haría algo así, ¿o sí?”, dudas.

Es inevitable: regresas al dolor que te causó durante tanto tiempo aquel que debía cuidarte, que tenía que haberte protegido; interminables noches de miedo provocado por el hombre de quien te habías enamorado, a quien entregaste tu vida confiada y quien, inclemente, daba vuelta al cerrojo para marcharse, dejándote encerrada días enteros, con un par de moretones. Escuchas tus propios gritos: “¡Por favor, detente! ¡Por favor, ya no!

—La cortina se prendió, mamá. Entraron en pánico y lo que hicieron fue saltar.

—¿Saltar? ¡¿Del segundo piso?! —reaccionas.

—Sí.

—Virgen santísima. ¿Están…?

—Están vivas. Se tiraron sobre unos arbustos que detuvieron la caída. Una se quebró una pierna.

—¿Y ustedes qué hicieron?

—Cuando la que estaba con Morlet escuchó el escándalo, salió del cuarto y comenzó a pegar de gritos, como una loca furiosa.

“You monsters!” escuchas claramente en tu cabeza.

Piensas otra vez en esas muchachas. Miras desde adentro aquella habitación. Tomadas de la mano, lloran desconsoladas mientras buscan con desesperación una salida. Quienes las acosan son tu gente, tu tribu: los conoces desde niños, has ido a cada una de sus fiestas de piñatas, los has visto crecer. “¿Qué diablos hacían ellas ahí, en primer lugar?”, tratas de justificar.

Las dejaron incomunicadas y a la intemperie. Se subieron al auto, convencieron a Morlet de dejar también a “la suya”. Ellas no sabían cómo se llamaban ni tenían modo alguno de encontrarlos. Escuchas confundida el resto de la historia. Puedes sentir el frío húmedo de la madrugada en la playa; los chaquistes se les pegan en los raspones y la sangre retumba en la pierna retorcida de quien no podrá ni siquiera caminar para pedir ayuda. En tu mente resuenan los gemidos que acompañan cada paso, mientras la amiga coja es socorrida para avanzar hasta la orilla de la carretera. Sólo les ilumina la tenue luz de luna; el camino de selva que separa la casa de la carretera principal es muy oscuro. Las ves alejarse, como si estuvieras ahí. Lloras, pero no sabes bien por qué. Piensas en sus padres, en otro país, ajenos al desenfreno y el terror de sus hijas. Seguramente estarán indignados cuando se enteren; enfurecidos, consternados. Los compadeces. Querrán buscar que los culpables paguen. Eso es lo que tú querrías. Es lo que siempre has querido. Te sobresaltas.

—¿Mamá?

Bernardo te mira, perplejo. Se apodera de ti un sentido de urgencia. Debes hacer lo correcto, y ahora tratas de componerte. Sin decir una palabra dejas la habitación de tus hijos y te encuentras de frente con el menor, quien engulle despreocupado una pierna de pollo. Pasas a su lado, te detienes a mirarlo un instante: otra vez descalzo y con la ropa sucia; él te sonríe y tú lo ignoras, absorta en tus ideas. ¿Qué clase de mujer serías si no siguieras tu instinto, si no hicieras lo que debes?, te preguntas. Vas a tu cuarto e inmediatamente regresas por Bernardo.

—Vámonos.

—Pero, ¿a dónde?

—¡Vamos, te digo!

Juntos emprenden la marcha hasta la Ford modelo 87. Bernardo te sigue con la cabeza gacha, resignándose a su destino.

Días después, extiendes el periódico sobre la mesa mientras bebes tu café con leche. Buscas noticias relacionadas con el incidente de las gringas. Han pasado varios días y hasta entonces no has visto nada, pero no tiras la toalla. Ahí está. Justo por debajo de la sonrisa inmaculada de la mujer que anuncia el dentífrico, puede leerse: “Padres de extranjeras secuestradas y torturadas por un grupo de jóvenes locales exigen justicia. El gobernador se comprometió con la familia de las víctimas a llegar hasta las últimas consecuencias”

Té reclinas en la silla y satisfecha das un sorbo al líquido caliente.

No pasa ni una semana antes de que llamen a la puerta, como suponías que iba a suceder. ­

—¿La señora Leticia Cetina? —pregunta un oficial bajito a quien debes mirar desde arriba.

—A sus órdenes.

—Policía judicial. Buscamos al joven Bernardo Nieves. Necesitamos hacerle unas preguntas.

—Me disculpa señor, eso no podrá ser. Bernardo salió de la ciudad hace semanas para reunirse con su padre en la capital.

Sonríes para tus adentros: tu hijo no pagará por el libertinaje de unas gringas calenturientas.

Que los culpables paguen

 

Levantas el auricular del teléfono de la cocina con mucha suavidad, para que Bernardo no te escuche al otro lado de la línea. Contienes la respiración.

—Un puto desmadre, macho, no mames.

— ¿Le vas a decir a tu jefa?

— Ni de pedo, cabrón.

 

Ahora definitivamente espiar se justifica. Ya te parecía raro que Bernardo no hubiera salido de su cuarto en todo el día. Tapas la bocina del auricular y aguzas el oído. Su voz rasposa se parece cada vez más a la de tu exmarido.

 

Ser mamá y papá a la vez no es cosa fácil. Te ha ido mal con los hombres, y ahora crías a tres. “Ojalá que no sean como sus padres”, te repites. Tu segundo matrimonio iba bien, bastante distinto del anterior y el imbécil tuvo que enredarse con esa lagartona. No sabes si debiste hacerte de la vista gorda. Ahora estás sola, sola pero con ellos, ingeniándotelas para que el dinero alcance y tus hijos no se salgan del huacal. Nadie se conmueve. Nadie te agradece.

 

—¿Y qué vamos a hacer? —pregunta ese Morlet, y enseguida imaginas su cara de mala influencia.

—No mames, cabrón, no mames —el tono cada vez más agudo denota que está al borde del llanto. Cuelgas. La adrenalina recorre tu cuerpo mientras tú recorres el pasillo. Estás decidida a saber de qué se trata. Tal vez te hayan escuchado azotar el auricular, pero ahora mismo te vale madres. Vas a irrumpir en la habitación de tu hijo, para encararlo. Tendrá que decirte en qué líos está metido. La puerta se resiste, está cerrada con llave; tu brazo derecho amortigua el peso de tu cuerpo. Azotas con fuerza la palma de la mano en la madera.

 

—¡Ábreme, Bernardo! —gritas iracunda—. ¡Ábreme, re-cabrón!

Silencio.

 

Algo se mueve en el interior del cuarto.  Te quedas esperando como lagartija pegada a la puerta. Bernardo abre con el Panasonic inalámbrico en la mano, la camiseta de Bon Jovi sucia, el pelo enmarañado y las lagañas secas. Sientes ganas de abofetearlo.

—Ahorita mismo me vas a decir en qué lío están metidos.

—No pasa nada, mamá —dice aturdido; la voz pastosa te hace pensar que todavía está borracho.

—¿Qué hiciste? ¿Chocaron?

Niega con la cabeza.

—¡Atropellaste a alguien!

—No.

—¿Embarazaste a alguna niña? ¡Me puedo morir en este instante!

—¡No, mamá!

—Entonces, ¡¿qué?!

Bernardo retrocede mientras tú avanzas, hasta que cae sentado en la cama. Permaneces de pie frente a él, esperando que confiese el por qué de tanto secreto. El cuarto huele a vómito y el olor te aturde, pero no fuiste a hablar de eso.

—Ayer fuimos a la casa de Morlet en la playa. El Primo, Mendoza, él y yo.

—Ajá.

—No fuimos solos.

—¿Cómo?

—Pasamos por unas gringas…—Tragas saliva.

—¿Qué más? —le exiges continuar, abanicando el aire, sofocada.

—Cuando llegamos a casa de Morlet estuvimos un rato escuchando música y platicando. Después de la puesta de sol, él y la gringa que le gustaba, pues… se metieron al cuarto de sus papás.

—Dios bendito —te cubres la boca con ambas manos.

—Ella se le estaba embarrando, mamá, ya sabes cómo son.

Asientes mientras tratas de evitar la imagen mental de los chicos en pleno toqueteo.

—Los demás nos quedamos afuera, con las otras dos. —continúa Bernardo— de repente, así de la nada, decidieron encerrarse juntas en otro de los cuartos.

—¿Cómo que encerrarse? ¿Por qué?

—No sabemos.

Bernardo inclina aún más la cabeza y tira de su copete con ambas manos. Nunca lo habías visto tan aturdido.

 

Mientras escuchas el relato de tu hijo notas que las palmas te sudan. Las axilas también. Sientes una curiosidad morbosa. Quieres detalles…

—Como después de mucho tiempo no salían —sigue—, empezamos a golpear más fuerte. Ellas solo gritaban “go away, go away” y se reían, o tal vez lloraban, no sé bien.

Bernardo desvía la mirada, avergonzado, quizá.

 

Crees saber lo que realmente pasó. “Esas niñas, que no conocen los límites, aceptaron ir con los muchachos a la playa”, piensas. Al mismo tiempo, tú como  mujer, sabes bien que la única cosa que pudo haber orillado a esas jovencitas a encerrarse a piedra y lodo es el miedo. Intuyes que las cosas se pusieron “heavys” y que seguramente Bernardo, Primo y Mendoza deseaban, con sus 17 años de hormonas burbujeantes y envalentonadas por el alcohol, correr con la misma suerte que Morlet. Haces conjeturas: probablemente todo comenzó con baile, contoneos en minifalda o pareo, el cachondeo de una música que te suena a lambada. Casi puedes verlos mientras rodean a las chicas rubias que bailan provocativamente. Imaginas los roces que ellas aceptan divertidas. Las ves primero consintiendo a los jugueteos, que van subiendo de tono. De pronto, se notan acorraladas y ya no quieren más. Intercambian miradas, puedes incluso sentir su temor.

 

Retrocedes sin quitar los ojos de la cara de tu hijo, quien no puede sostenerte la mirada. Te dejas caer en la silla del escritorio, frente a la cama.

—Después de un rato —prosigue Bernardo—, a Primo se le ocurrió, ¿cómo te explico?

—¡Por todos los santos, Bernardo! —exclamas impaciente.

—¡Espera, mamá! —chilla. Se serena un poco antes de continuar—. A Primo se le ocurrió meter periódico bajo la puerta.

—¿Periódico?

—Mojado con gasolina. Y luego, con un cerillo… lo prendió.

Lo miras atónita, boquiabierta. No puedes creer que tu hijo, quien apenas ayer aprendió a andar en bicicleta, y a quien todavía llamas ocasionalmente “osito de peluche” está frente a ti, declarándose cómplice de un pirómano, de un violador en potencia. Ese no es él, te repites “Bernardo no haría algo así, ¿o sí?”, dudas.

 

Es inevitable: regresas al dolor que te causó durante tanto tiempo aquel que debía cuidarte, que tenía que haberte protegido; interminables noches de miedo provocado por el hombre de quien te habías enamorado, a quien entregaste tu vida confiada y quien, inclemente, daba vuelta al cerrojo para marcharse, dejándote encerrada días enteros, con un par de moretones. Escuchas tus propios gritos: “¡Por favor, detente! ¡Por favor, ya no!

 

—La cortina se prendió, mamá. Entraron en pánico y lo que hicieron fue saltar.

—¿Saltar? ¡¿Del segundo piso?! —reaccionas.

—Sí.

—Virgen santísima. ¿Están…?

—Están vivas. Se tiraron sobre unos arbustos que detuvieron la caída. Una se quebró una pierna.

—¿Y ustedes qué hicieron?

—Cuando la que estaba con Morlet escuchó el escándalo, salió del cuarto y comenzó a pegar de gritos, como una loca furiosa.

“You monsters!” escuchas claramente en tu cabeza.

Piensas otra vez en esas muchachas. Miras desde adentro aquella habitación. Tomadas de la mano, lloran desconsoladas mientras buscan con desesperación una salida. Quienes las acosan son tu gente, tu tribu: los conoces desde niños, has ido a cada una de sus fiestas de piñatas, los has visto crecer. “¿Qué diablos hacían ellas ahí, en primer lugar?”, tratas de justificar.

 

Las dejaron incomunicadas y a la intemperie. Se subieron al auto, convencieron a Morlet de dejar también a “la suya”. Ellas no sabían cómo se llamaban ni tenían modo alguno de encontrarlos. Escuchas confundida el resto de la historia. Puedes sentir el frío húmedo de la madrugada en la playa; los chaquistes se les pegan en los raspones y la sangre retumba en la pierna retorcida de quien no podrá ni siquiera caminar para pedir ayuda. En tu mente resuenan los gemidos que acompañan cada paso, mientras la amiga coja es socorrida para avanzar hasta la orilla de la carretera. Sólo les ilumina la tenue luz de luna; el camino de selva que separa la casa de la carretera principal es muy oscuro. Las ves alejarse, como si estuvieras ahí. Lloras, pero no sabes bien por qué. Piensas en sus padres, en otro país, ajenos al desenfreno y el terror de sus hijas. Seguramente estarán indignados cuando se enteren; enfurecidos, consternados. Los compadeces. Querrán buscar que los culpables paguen. Eso es lo que tú querrías. Es lo que siempre has querido. Te sobresaltas.

 

—¿Mamá?

 

Bernardo te mira, perplejo. Se apodera de ti un sentido de urgencia. Debes hacer lo correcto, y ahora tratas de componerte. Sin decir una palabra dejas la habitación de tus hijos y te encuentras de frente con el menor, quien engulle despreocupado una pierna de pollo. Pasas a su lado, te detienes a mirarlo un instante: otra vez descalzo y con la ropa sucia; él te sonríe y tú lo ignoras, absorta en tus ideas. ¿Qué clase de mujer serías si no siguieras tu instinto, si no hicieras lo que debes?, te preguntas. Vas a tu cuarto e inmediatamente regresas por Bernardo.

 

—Vámonos.

—Pero, ¿a dónde?

—¡Vamos, te digo!

Juntos emprenden la marcha hasta la Ford modelo 87. Bernardo te sigue con la cabeza gacha, resignándose a su destino.

 

Días después, extiendes el periódico sobre la mesa mientras bebes tu café con leche. Buscas noticias relacionadas con el incidente de las gringas. Han pasado varios días y hasta entonces no has visto nada, pero no tiras la toalla.  Ahí está. Justo por debajo de la sonrisa inmaculada de la mujer que anuncia el dentífrico, puede leerse: “Padres de extranjeras secuestradas y torturadas por un grupo de jóvenes locales exigen justicia. El gobernador se comprometió con la familia de las víctimas a llegar hasta las últimas consecuencias”

Té reclinas en la silla y satisfecha das un sorbo al líquido caliente.

 

No pasa ni una semana antes de que llamen a la puerta, como suponías que iba a suceder.

­—¿La señora Leticia Cetina? —pregunta un oficial bajito a quien debes mirar desde arriba.

—A sus órdenes.

—Policía judicial. Buscamos al joven Bernardo Nieves. Necesitamos hacerle unas preguntas.

—Me disculpa señor, eso no podrá ser. Bernardo salió de la ciudad hace semanas para reunirse con su padre en la capital.

 

Sonríes para tus adentros: tu hijo no pagará por el libertinaje de unas gringas calenturientas.